Yangón es tan atrapante como caótica y desordenada. Pero de ese desorden que ya parece orden. ¿Está mal que me haya atrapado una ciudad grande y caótica como la ex capital de Myanmar? Dejame contarte porque, quizás logre atraparte a vos también...
Sentí una atracción inmediata con la ciudad. Eran las seis de la mañana cuando pisamos junto con Borja, con quien venia viajando por Myanmar desde que crucé la frontera, sus calles y fuimos testigos de cómo los mercados volvían a cobrar vida, cómo la mitad de la ciudad salía a vender y la otra a comprar, como los olores comenzaron a inundar el ambiente y las calles se volvían a colmar. La vimos despertarse y ponerse en marcha.
¿En qué ciudad tenés las religiones más importantes del mundo concentradas en tan solo un par de cuadras? Eso que pasé por las cosmopolitas Bangkok y Kuala Lumpur, pero ninguna como ella. En Yangón vi pagodas, iglesias, mezquitas, sinagogas y templos chinos e hindúes en un radio de cinco cuadras, todas conviviendo perfectamente entre ese desordenado orden de sus calles.
Esas calles sin veredas y colmadas de todo tipo de vehículos, en las que tenes que esquivar miles de puestos de comida y kioscos ambulantes que venden betel, esas hojas que mascan los hombres (y algunas mujeres) y que dejan dientes y pisos manchados. Causa impresión la primera vez que ves el charquito rojo intenso en el suelo.
Esas calles albergan incontables casas de té, algunas tristemente atendidas por niños. ¿Qué sería de los birmanos sin sus amadas casas de té, sin sus juntadas diarias, sin sus deportes televisivos, sin su betel y sus cigarrillos? También en esas mismas calles, quizás a la vuelta o quizás a unas cuadras más, me topé con otros chicos jugando a las bolitas y a la rayuela. Niños siendo niños, al fin.
Esas calles pintorescas con antiguos y descascarados edificios, que sabes no aguantarían ni el más mínimo temblor sin venirse abajo completamente. Con ropas colgadas cual adornos navideños, me traen recuerdos de La Habana vieja. Desde sus ventanas cuelgan sogas con ganchos que llegan a la altura del pecho de los transeúntes. Veo algunos sujetando revistas, bolsas o correo y quedo maravillado con el original sistema de buzón-elevador.
Rápidamente noto la distribución de las calles por rubro, aunque si tuviera que marcarlas en un mapa me perdería. Caminamos por cuadras enteras destinadas solo a pintura, papelería, materiales para la pesca, ferretería, artículos de limpieza, fruta, pescados o indumentaria. Me doy cuenta que todo Yangón en sí es un gran mercado donde sus calles hacen de góndolas y sus vendedores uniformados con thanaka intentan negociar el mejor precio de sus mercancías.
Lástima que las elevadas temperaturas me obligan a refugiarme durante las horas pico. Siento que me estoy perdiendo de caminarla lo suficiente. Por suerte, es de las ciudades que se van a dormir tarde, de esas que escasean en Asia.
No visito nada en particular, no le encuentro la gracia a pagar por pagodas cuando ya vi un montón. Me pierdo por callejones donde todos me saludan enérgicamente. Las pequeñas novicias me veían de reojo desde sus filas, asombradas como si estuviesen en presencia de extraterrestres.
También vi varios monjes tomando su té habitual, fumando y mirando algún partido, ya para estas alturas había salido de mi asombro y estaba acostumbrado a la flexibilidad budista birmana. Otros religiosos se pasean por locales y puestitos con mirada inquisidora exigiendo su contribución, otros pasan al lado mio y aprovechan a lanzarme un “money, money”, y alguno que otro se animaba a preguntarme sobre mi origen.
No exagero si digo que nunca vi tanta comida callejera junta. Era una lucha constante contra los aromas que te pedían a gritos les des una oportunidad. Aun estando lleno, más de una vez me contuve de comprar churros, lassis, o esos palitos que hacían una dupla tremenda con la cerveza Myanmar. Es que tanto estímulo debía ser asimilado con una buena birra. Y así fue, brindé por la culminación de mi paso por Myanmar.
Aunque todo te parezca caótico, aunque te empiece a doler la cabeza por tanto estímulo recibido, aunque por momentos veas más basura de la que te gustaría, y aunque sientas que tu cuerpo arde por el asfixiante calor, estás feliz.
Estás feliz porque no le hiciste caso a todos lo que te dijeron que Yangón no valía la pena, que era una ciudad más. Estás feliz porque la tenés toda para vos, porque otros la saltean en sus itinerarios y los locales están dichosos de recibirte. Y estás feliz porque, sin quererlo, encontraste la forma perfecta de despedir al último país en tu viaje por el Sudeste Asiático.
¿Has visitado Yangón? Quiero saber de tu experiencia.
Si aun no visitaste Myanmar pero queres hacerlo (o al menos lo estas pensando), no dejes de leer mi itinerario de 3 semanas de viaje por Myanmar, con todo la info: transporte, hospedaje, que hacer y costos.
También podes aprender más sobre este país leyendo el post sobre viajar a Myanmar en 10 fotos.
Y claro, si te gustó, ¿me ayudas compartiéndolo?
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